[Nina Avellaneda – LA CLASE DE NIVELACIÓN]


En revista Contra el BIEN, número 1. Santiago de Chile: Traza Editora, abril de 2020


Se llama Maicol y no se concentra. Lo enviaron a clase de nivelación porque de diez promedios, seis son rojos. Los azules corresponden a los ramos de especialidad que eligió: electrónica. Le pregunto cuál es la diferencia entre electricidad y electrónica y me lo explica tartamudeando. Estamos solos en la sala, pocas veces me ve a los ojos, nunca se quita los audífonos del cuello. Cuando me lo encuentro en los pasillos tiene los audífonos puestos y mira la pantalla de su celular porque ha instalado muchos videojuegos que también me describe tartamudeando.

Para mí todos los chicos son solitarios y vulnerables, puede ser porque interactúo con ellos individualmente y no insertos en un curso, y puede ser también porque tampoco yo interactúo con los que supone son mis colegas. Tenemos horarios alternos para que nadie deje de asistir a una clase por la mía. Ese sistema hace que me encuentre únicamente con los solitarios: alumnos expulsados, profesores en permanencia, auxiliares pasando un trapo o descansando apoyados en el escobillón como si fuera un báculo.

La mamá de Maicol le pide que arregle los electrodomésticos de la casa. Le dijo, además, a sus vecinos que llevaran sin problema todo lo descompuesto que tuvieran. No le preguntó a su hijo porque piensa que él estaría encantado de hacerlo. Pienso que puede ser una posibilidad laboral y lo aliento: siempre es bueno saber algo que otros no comprenden y ganarse la vida con ello, Maicol. Pero no quiere hacerlo, nadie le da un peso y ya tiene bastante trabajo con los talleres del liceo.

Antes de nuestra primera clase hay un acto de bienvenida para iniciar con entusiasmo el año académico. Hace mucho tiempo que yo no participaba de una cosa así: un hombre que es el director camina hacia el escenario y “dirige unas palabras a los estudiantes”, así ha dicho quien lo presenta. Está serio y parece realmente como si creyera lo que dice. En ningún momento comenta con alguien sobre la entrada y salida de él en su personaje, cuando baja del estrado continúa con el mismo gesto de absoluta fe. Me da risa y me río, luego sonrío en silencio, se me empapan los ojos. ¿Nadie va a decir nada?, me pregunto. Es tan gracioso –le digo a una mujer que observa a mi lado. ¿Qué cosa? –responde preguntando. –Todo esto; un hombre serio, su forma de caminar, las certezas y todos nosotros. Es como el teatro, mañana volvemos a la misma obra, y dentro de un mes, la misma, y dentro de seis; ¡una compañía exitosa! La colega me echa una mirada larga y se va junto a su curso para llevarlo a la sala.

Maicol y yo. Me dedico a conversar con él de sus motivaciones. Me entero de que aún no las descubre. Lo que me detalla son una serie de frustraciones que se resumen en: ruido. Su madre en casa hace ruido, sus compañeros de curso hacen ruido, sus hermanos hacen demasiado ruido. Dentro de la sala y en el patio, mientras juegan fútbol, los chicos de su edad nada más que ruido.

¿Quedémonos cinco minutos en silencio?- Le propongo como primer ejercicio y me mira por segunda vez. La primera fue al decirle mi nombre. Me llamo Rosa -le dije -y estoy aquí para ayudarte. Me burlo de mí misma por dentro, aunque realmente pienso que podría, de a uno puedo, pensaba. Nos quedamos en silencio y de la nada el muchacho que no soporta el ruido comienza a llorar. Le paso mis pañuelos, no lo interrumpo, dejo que pasen los cinco minutos. Cuando acaba el tiempo tiene el rostro mojado. Vas a hacer cortocircuito con esos audífonos, mejor te los sacas -le digo. No soy capaz de preguntarle qué le pasa, tampoco le cuento una historia ni mucho menos empezamos con las técnicas de comprensión lectora, que era lo que específicamente debía hacer. Cuando hay silencio Maicol llora, me quedo pensando.

Está bien llorar, le digo finalmente- Yo estuve a punto hoy día, en el acto, me dieron ganas de reírme y de llorar exactamente al mismo tiempo, eso también está bien ¿sabes?-. Durante la clase leemos en voz alta, quiero ver cómo lo hace. Me giro dándole la espalda para que no tartamudee y le pido que lea el texto como si fuera lo último que va a leer, el último cuento, después no habrá más, aunque queramos que alguien nos cuente una historia distinta de la nuestra, escapar por unos minutos, vivir a través de otros, mudarnos a otro sitio, no habrá. Maicol me mira con unos ojos enormes, quiere decir algo pero no se atreve, suelta una carcajada, sin embargo, y dice que lo va a intentar:

-Leo mal, profesora, no me gusta leer en voz alta. Pero lo voy a intentar.
-Es el último cuento, no importa si lo lees mal. Trata de entenderlo, si no entiendes algo te detienes y me preguntas. Yo voy a estar atenta a la historia, no a tu voz, para mí también es el último cuento.

Escuchaba su voz como la última. El chico me recordaba tanto a alguien, no su voz sino su rostro y actitud. Su silencio, la manera en que parecía comprenderlo todo con la mirada. Su distancia y pudor. Lo excesivo de todo frente a una sola palabra suya.

No lograba dar con el original. Tampoco podía distraerme en esa búsqueda, era la última voz, debía escuchar, entender y girar mi silla para verlo, tan parecido a quién, tan cerca de mí por qué.

Vas a venir conmigo, Maicol –le dije al final de la hora- vamos a dar una vuelta. Él vino sin preguntar. Tomó su mochila y mantuvo los audífonos colgando del cuello, no tapó sus oídos. Nunca hubo una segunda clase. Maicol y yo salimos de ese liceo y no volvimos, eso es lo que sucedió. Tomamos un bus rumbo a la V región y caminamos hasta un embalse para pescar. Nos quedamos a acampar esa primera noche lejos de su familia y de mis compromisos. No avisé al colegio que no iría al día siguiente y no avisé a nadie que el adolescente estaba conmigo. Me dejé llevar y el chico no preguntó nada. Por alguna secreta razón confiaba en mí y fue perdiendo el pudor a medida que se abría una conversación. Durante el trayecto en bus me miraba de reojo. Mírame -le dije- con suerte tengo diez años más que tú, no hay necesidad de que te pongas nervioso cada vez que te pregunto algo. Dame la mano, ¿ves? No pasa nada.

Estuvimos toda la tarde pescando, él con caña y yo a la manera artesanal. Sabía hacerlo bien porque mi padre me pedía que lo acompañara cuando vivíamos juntos. Él pescaba y yo paseaba alrededor, o hacía fogatas para tomar té caliente. Llevábamos los pescados a la casa y comíamos durante una semana lo mismo al almuerzo y en la once: pescados fritos con sabor a barro. Con Maicol no pescamos nada, sin embargo. No tuvimos la suerte.

Yo había vivido en el campo, en una calle sin nombre hasta los 18 años. Cuando regresaba a Santiago después de visitar a mi padre, me preguntaba en qué momento mi vida había tomado ese rumbo. La primera cara de la ciudad es el terminal de buses. En qué momento, Rosa- me decía a mí misma. Era capaz de identificar más de diez capas de sonidos en el ambiente, y cuando en algún lugar advertía un letrero solicitando silencio, no podía evitar reírme y comentar a cualquiera que estuviera al lado que mejor escribían “no conversar”, porque silencio, imposible. Estaba enamorada de un vecino que regaba a las tres de la mañana los días viernes. Todos los viernes. No, no estaba enamorada, sentía amor por el sonido del agua que él arrojaba a sus plantas. Por eso sacaba el torso por la ventana y lo miraba durante todo el tiempo que regaba. No me veía porque él estaba a ras de suelo y yo miraba desde un departamento. Me quedaba despierta hasta esa hora, era mi fiesta de día viernes.

Maicol siempre ha vivido en Santiago, no sabe lo que es el silencio, pero sabe que el infierno son los otros.

–¿Hay alguien en tu vida que no te agobie? ¿Con quien puedas hablar en paz, o estar junto a él sin tener que decir algo y estar de todas formas tranquilo?
-Tengo un tío, pero vive lejos. Con él arreglamos cosas. Lo veo a veces, semana por medio. Me gustaría vivir con él.
-¿Y no puedes?
-Vive con sus hijos, no hay más espacio.
-Pero si eres chiquito, cabes en cualquier parte.
-Claro y usted es un sumo.

Nos reímos y por primera vez hace un intento de acercarse a mí. Yo respondo y nos quedamos viendo a los ojos.

Antes de que anochezca le digo que llame a su mamá, pero no quiere hacerlo, no le importa. Lo hago yo, soy cortante y concisa: Volvemos mañana, todo está bien. La mujer me grita desesperada algunas cosas y luego se suma otra voz al teléfono, entonces me despido. Al día siguiente continuamos pescando sin triunfar ni una sola vez.

-No tengo nada para enseñarte, Maicol, he aprendido muy poco. Pero tenemos algo en común ¿sabes?
-Sí, a usted tampoco le gustan las personas.
-Sí, si me gustan. Es solo que ninguna es la que yo querría.

Por supuesto que me pregunta por esta persona y le hablo de mi padre. Intento cambiar de tema, quiero que él hable, que imagine un lugar en donde viviría mejor. Me describe un paisaje de ciencia ficción, otro planeta, otra especie casi. Saltamos a Asimov y los tres principios de la robótica. Imaginamos qué tipo de robot seríamos nosotros. Él me dice que sería uno médico, una prótesis súper inteligente. Yo le digo que sería un androide o un nano robot inserto en la cabeza del Dalai Lama. A cada rato te sale lo Heidi -me dice riéndose- Rosa y la contemplación- bromea. ¡A já!- respondo yo- ¡ya entramos en confianza! Está bien, querida prótesis, si algún día tengo que usar una le pondré Maicol, en honor a ti y al rey del pop.

-¿Y? Te van a despedir- me dice de pronto.
-Me despedí en cuanto entre a esa sala de clases.
-¿Por qué?

En ese momento Maicol pescó un pez y nos olvidamos de la pregunta. ¡Listo! –grité- ya podemos decir que vinimos a pescar y nadie habrá mentido.

A medio día lo fui a dejar al terminal de buses para que volviera a Santiago. Yo volví al embalse y entré lo suficiente para no poder salir. Pero me sacaron, me “pescaron”, como a un pez, viva.

Mi padre murió en ese embalse, un accidente, yo no pude hacerlo. Maicol tiene el rostro tan parecido a mi padre, a su rostro en las fotografías que quedaron de esa edad.


Nina Avellaneda (Valparaíso, 1989)
Licenciada en Literatura Hispánica y Pedagogía en Lenguaje y Comunicación en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso y Magíster en Arte, Pensamiento y Cultura Latinoamericana en la Universidad de Santiago de Chile. Publicó los volúmenes de cuentos Heroína el año 2010 y La Extravía el año 2015.


En revista Contra el BIEN, número 1. Santiago de Chile: Traza Editora, abril de 2020