CONTRA EL BIEN #1. Santiago de Chile, abril de 2020

Bien, como en “Orden”: de los sentidos, quizás, pero al hablar, definitivamente. Un clavo de concreto atravesando “aquello que no se puede decir en público”.
Bien, como en “Estado”: y los nombres no están, y los rostros no están, y pronunciar Bien (como en “Patria”, hijo menor a milico, contar con los dedos de una sola mano a las personas que más amas).
Bien, como en “Progreso”, un único horizonte y nadie mire hacia atrás. En las ciudades no caben las huellas, en el pavimento no hay memoria.
Bien, como en “Razón”, y salió ese día y ese día era noche y volvió a casa y esa noche era hambre, y ¿cómo te fue? Bien, pero solo hay metal sobre la mesa.
Entendemos el Bien como el concepto eje detrás de la institucionalización del Lenguaje; la base que soporta las hegemonías inscritas dentro de la sociedad estatal y, además, el monopolio de la representación política.
Los textos que aunamos en esta publicación son posiciones contra el Bien.
Es decir, poéticas que buscan articularse en las fisuras del discurso de la moral y de la censura.


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ÍNDICE DE CONTENIDOS

POESÍA

NARRATIVA

CRÉDITOS
Edición y diseño: Daniel Ahumada
Fotografía: Daniel Ahumada, Paulina Carrasco y Gustavo Sotomayor

[Francya Castro – SESGOS]


En revista Contra el BIEN, número 1. Santiago de Chile: Traza Editora, abril de 2020


Se fijó en la peca que tanto le caracterizaba, no sabía en dónde concentrar la vista, eran demasiados los estímulos en su línea melódica como para llevarla a un paisaje bajo la melatonina. Con el dedo anular le pellizcó y salió corriendo, atravesando el estanque de juncos, hasta que llegando a un lugar donde nadie se siente seguro, se dejó aplastar por el viento que a esas horas de la tarde disminuía su tensión. Las hojas caducas le embarraron el rostro traviesamente, se dejó querer en el baño de limbos húmedos para volver a tener cinco, ella tenía vergüenza y estaba consciente de ese hecho. El otro la estuvo buscando cerca de las ocho, preguntó por la rubia de botines country con la que se encontró cerca del café “Sesgos”.

Nadie le abrió por más que preguntaba usando los mismos adjetivos.

Tocó cada marco, cada polvo una vez que lo echaban, casa 124, 135, 170, ¿en qué número la iba a encontrar? 221, casa rota, casa hedionda, casa fea, mediagua, casa chubi, pilas de cartón de leche. Tuvo esperanza de hallarla en números primos, por muy mágicos que fueron en la media, quedan descontinuados frente a los problemas de la rutina. El ocaso consiguió asomarse por el borde del llano, cuando el prado se fue a negro observaron todos juntos al hombre que terminó por quedarse parado y las cimas se quejaron, de ese chinche que en sus faldas como que las acosaba.
Fuera que la pisara, o la tuviera tomada de los hombros, por qué tan cerca la siento si de lejos ni su ausencia brilla.
Es miércoles. Pegado al muro mi karma, cual cicuta en punta, viéndolo pasar de adrede por la vereda, se asomó sin siquiera dibujarle la sombra, la fedora grisácea, los botones desteñidos, el calzado de 44 que su amante pule impacientemente.

El de la peca que tanto le caracterizaba.
Culpable me sigo sintiendo. Él la está amando, él la está amando a cada rato. No soy como ella, yo. Ella, sombra de niño, nuez moscada, agua de cerezo, firmamento de pradera a medio desfallecer. Yo, agua de pozo, suela de árbol, grito de piedra atolondrada, boca de afasia de cuadro surrealista.
Solos, solos nos estamos quedando y cuenta me doy, sí. Pero yo soy y en blanco y negro, su memoria. Él y ella a todo color y él la está amando a cada rato.
Resulta un estímulo específico, el pellizco. En esto cuaja ese lujo que no puedo darme siempre y que no me tendrá en primerísimo primer plano. Hice de nosotros, sin embargo, parte de materia, de este malentendido rissotto, por lo tanto, contento.

Los fresnos. Los pinos. Los alerces animando artificialmente una avenida mojada y francesa, de etiquetas el sólo gentilicio, registraron el metraje donde se tapaba la cara y se encorvaba con tal de que nadie recuerde que incluso después de los veinticinco, se puede volver a jugar al cine italiano. Las ciclovías realizan una aparición estelar y en technicolor mientras le embarran su broderie. Surgen los subtítulos a modo de prólogo, luego de quince minutos con pantallas y bicicletas en resaltos, brotan ni más ni menos que desde el final de la escenografía/calle, el pedregal:
Por siempre me escuchará la ronda helada, la niebla muda, por siempre me iré tras el dorso cortado cual hijo de Braille. Por siempre me importará el qué dirán, me importará el qué dirán.
En los spin-offs uno acostumbra ver reencuentros y un poco más de la mitad de estética de las primeras producciones. Que la crítica no le diga que se volvieron a ver, sino que él la pilló y que ella se rehusó, porque a fin de cuentas, era puro teatro y así suelen ser las cintas.

Francya Castro (Santiago, 1995)
Poeta de San Bernardo y Fonoaudióloga de la Universidad Católica. Fundadora de la editorial cartonera Nelumbo. Ha publicado Oxímoron (2011) y Arrebolada (2012). Ha aparecido en las antologías Lapislázuli (2013) y Escritoras de San Bernardo (2014).


En revista Contra el BIEN, número 1. Santiago de Chile: Traza Editora, abril de 2020


[Nina Avellaneda – LA CLASE DE NIVELACIÓN]


En revista Contra el BIEN, número 1. Santiago de Chile: Traza Editora, abril de 2020


Se llama Maicol y no se concentra. Lo enviaron a clase de nivelación porque de diez promedios, seis son rojos. Los azules corresponden a los ramos de especialidad que eligió: electrónica. Le pregunto cuál es la diferencia entre electricidad y electrónica y me lo explica tartamudeando. Estamos solos en la sala, pocas veces me ve a los ojos, nunca se quita los audífonos del cuello. Cuando me lo encuentro en los pasillos tiene los audífonos puestos y mira la pantalla de su celular porque ha instalado muchos videojuegos que también me describe tartamudeando.

Para mí todos los chicos son solitarios y vulnerables, puede ser porque interactúo con ellos individualmente y no insertos en un curso, y puede ser también porque tampoco yo interactúo con los que supone son mis colegas. Tenemos horarios alternos para que nadie deje de asistir a una clase por la mía. Ese sistema hace que me encuentre únicamente con los solitarios: alumnos expulsados, profesores en permanencia, auxiliares pasando un trapo o descansando apoyados en el escobillón como si fuera un báculo.

La mamá de Maicol le pide que arregle los electrodomésticos de la casa. Le dijo, además, a sus vecinos que llevaran sin problema todo lo descompuesto que tuvieran. No le preguntó a su hijo porque piensa que él estaría encantado de hacerlo. Pienso que puede ser una posibilidad laboral y lo aliento: siempre es bueno saber algo que otros no comprenden y ganarse la vida con ello, Maicol. Pero no quiere hacerlo, nadie le da un peso y ya tiene bastante trabajo con los talleres del liceo.

Antes de nuestra primera clase hay un acto de bienvenida para iniciar con entusiasmo el año académico. Hace mucho tiempo que yo no participaba de una cosa así: un hombre que es el director camina hacia el escenario y “dirige unas palabras a los estudiantes”, así ha dicho quien lo presenta. Está serio y parece realmente como si creyera lo que dice. En ningún momento comenta con alguien sobre la entrada y salida de él en su personaje, cuando baja del estrado continúa con el mismo gesto de absoluta fe. Me da risa y me río, luego sonrío en silencio, se me empapan los ojos. ¿Nadie va a decir nada?, me pregunto. Es tan gracioso –le digo a una mujer que observa a mi lado. ¿Qué cosa? –responde preguntando. –Todo esto; un hombre serio, su forma de caminar, las certezas y todos nosotros. Es como el teatro, mañana volvemos a la misma obra, y dentro de un mes, la misma, y dentro de seis; ¡una compañía exitosa! La colega me echa una mirada larga y se va junto a su curso para llevarlo a la sala.

Maicol y yo. Me dedico a conversar con él de sus motivaciones. Me entero de que aún no las descubre. Lo que me detalla son una serie de frustraciones que se resumen en: ruido. Su madre en casa hace ruido, sus compañeros de curso hacen ruido, sus hermanos hacen demasiado ruido. Dentro de la sala y en el patio, mientras juegan fútbol, los chicos de su edad nada más que ruido.

¿Quedémonos cinco minutos en silencio?- Le propongo como primer ejercicio y me mira por segunda vez. La primera fue al decirle mi nombre. Me llamo Rosa -le dije -y estoy aquí para ayudarte. Me burlo de mí misma por dentro, aunque realmente pienso que podría, de a uno puedo, pensaba. Nos quedamos en silencio y de la nada el muchacho que no soporta el ruido comienza a llorar. Le paso mis pañuelos, no lo interrumpo, dejo que pasen los cinco minutos. Cuando acaba el tiempo tiene el rostro mojado. Vas a hacer cortocircuito con esos audífonos, mejor te los sacas -le digo. No soy capaz de preguntarle qué le pasa, tampoco le cuento una historia ni mucho menos empezamos con las técnicas de comprensión lectora, que era lo que específicamente debía hacer. Cuando hay silencio Maicol llora, me quedo pensando.

Está bien llorar, le digo finalmente- Yo estuve a punto hoy día, en el acto, me dieron ganas de reírme y de llorar exactamente al mismo tiempo, eso también está bien ¿sabes?-. Durante la clase leemos en voz alta, quiero ver cómo lo hace. Me giro dándole la espalda para que no tartamudee y le pido que lea el texto como si fuera lo último que va a leer, el último cuento, después no habrá más, aunque queramos que alguien nos cuente una historia distinta de la nuestra, escapar por unos minutos, vivir a través de otros, mudarnos a otro sitio, no habrá. Maicol me mira con unos ojos enormes, quiere decir algo pero no se atreve, suelta una carcajada, sin embargo, y dice que lo va a intentar:

-Leo mal, profesora, no me gusta leer en voz alta. Pero lo voy a intentar.
-Es el último cuento, no importa si lo lees mal. Trata de entenderlo, si no entiendes algo te detienes y me preguntas. Yo voy a estar atenta a la historia, no a tu voz, para mí también es el último cuento.

Escuchaba su voz como la última. El chico me recordaba tanto a alguien, no su voz sino su rostro y actitud. Su silencio, la manera en que parecía comprenderlo todo con la mirada. Su distancia y pudor. Lo excesivo de todo frente a una sola palabra suya.

No lograba dar con el original. Tampoco podía distraerme en esa búsqueda, era la última voz, debía escuchar, entender y girar mi silla para verlo, tan parecido a quién, tan cerca de mí por qué.

Vas a venir conmigo, Maicol –le dije al final de la hora- vamos a dar una vuelta. Él vino sin preguntar. Tomó su mochila y mantuvo los audífonos colgando del cuello, no tapó sus oídos. Nunca hubo una segunda clase. Maicol y yo salimos de ese liceo y no volvimos, eso es lo que sucedió. Tomamos un bus rumbo a la V región y caminamos hasta un embalse para pescar. Nos quedamos a acampar esa primera noche lejos de su familia y de mis compromisos. No avisé al colegio que no iría al día siguiente y no avisé a nadie que el adolescente estaba conmigo. Me dejé llevar y el chico no preguntó nada. Por alguna secreta razón confiaba en mí y fue perdiendo el pudor a medida que se abría una conversación. Durante el trayecto en bus me miraba de reojo. Mírame -le dije- con suerte tengo diez años más que tú, no hay necesidad de que te pongas nervioso cada vez que te pregunto algo. Dame la mano, ¿ves? No pasa nada.

Estuvimos toda la tarde pescando, él con caña y yo a la manera artesanal. Sabía hacerlo bien porque mi padre me pedía que lo acompañara cuando vivíamos juntos. Él pescaba y yo paseaba alrededor, o hacía fogatas para tomar té caliente. Llevábamos los pescados a la casa y comíamos durante una semana lo mismo al almuerzo y en la once: pescados fritos con sabor a barro. Con Maicol no pescamos nada, sin embargo. No tuvimos la suerte.

Yo había vivido en el campo, en una calle sin nombre hasta los 18 años. Cuando regresaba a Santiago después de visitar a mi padre, me preguntaba en qué momento mi vida había tomado ese rumbo. La primera cara de la ciudad es el terminal de buses. En qué momento, Rosa- me decía a mí misma. Era capaz de identificar más de diez capas de sonidos en el ambiente, y cuando en algún lugar advertía un letrero solicitando silencio, no podía evitar reírme y comentar a cualquiera que estuviera al lado que mejor escribían “no conversar”, porque silencio, imposible. Estaba enamorada de un vecino que regaba a las tres de la mañana los días viernes. Todos los viernes. No, no estaba enamorada, sentía amor por el sonido del agua que él arrojaba a sus plantas. Por eso sacaba el torso por la ventana y lo miraba durante todo el tiempo que regaba. No me veía porque él estaba a ras de suelo y yo miraba desde un departamento. Me quedaba despierta hasta esa hora, era mi fiesta de día viernes.

Maicol siempre ha vivido en Santiago, no sabe lo que es el silencio, pero sabe que el infierno son los otros.

–¿Hay alguien en tu vida que no te agobie? ¿Con quien puedas hablar en paz, o estar junto a él sin tener que decir algo y estar de todas formas tranquilo?
-Tengo un tío, pero vive lejos. Con él arreglamos cosas. Lo veo a veces, semana por medio. Me gustaría vivir con él.
-¿Y no puedes?
-Vive con sus hijos, no hay más espacio.
-Pero si eres chiquito, cabes en cualquier parte.
-Claro y usted es un sumo.

Nos reímos y por primera vez hace un intento de acercarse a mí. Yo respondo y nos quedamos viendo a los ojos.

Antes de que anochezca le digo que llame a su mamá, pero no quiere hacerlo, no le importa. Lo hago yo, soy cortante y concisa: Volvemos mañana, todo está bien. La mujer me grita desesperada algunas cosas y luego se suma otra voz al teléfono, entonces me despido. Al día siguiente continuamos pescando sin triunfar ni una sola vez.

-No tengo nada para enseñarte, Maicol, he aprendido muy poco. Pero tenemos algo en común ¿sabes?
-Sí, a usted tampoco le gustan las personas.
-Sí, si me gustan. Es solo que ninguna es la que yo querría.

Por supuesto que me pregunta por esta persona y le hablo de mi padre. Intento cambiar de tema, quiero que él hable, que imagine un lugar en donde viviría mejor. Me describe un paisaje de ciencia ficción, otro planeta, otra especie casi. Saltamos a Asimov y los tres principios de la robótica. Imaginamos qué tipo de robot seríamos nosotros. Él me dice que sería uno médico, una prótesis súper inteligente. Yo le digo que sería un androide o un nano robot inserto en la cabeza del Dalai Lama. A cada rato te sale lo Heidi -me dice riéndose- Rosa y la contemplación- bromea. ¡A já!- respondo yo- ¡ya entramos en confianza! Está bien, querida prótesis, si algún día tengo que usar una le pondré Maicol, en honor a ti y al rey del pop.

-¿Y? Te van a despedir- me dice de pronto.
-Me despedí en cuanto entre a esa sala de clases.
-¿Por qué?

En ese momento Maicol pescó un pez y nos olvidamos de la pregunta. ¡Listo! –grité- ya podemos decir que vinimos a pescar y nadie habrá mentido.

A medio día lo fui a dejar al terminal de buses para que volviera a Santiago. Yo volví al embalse y entré lo suficiente para no poder salir. Pero me sacaron, me “pescaron”, como a un pez, viva.

Mi padre murió en ese embalse, un accidente, yo no pude hacerlo. Maicol tiene el rostro tan parecido a mi padre, a su rostro en las fotografías que quedaron de esa edad.

Nina Avellaneda (Valparaíso, 1989)
Licenciada en Literatura Hispánica y Pedagogía en Lenguaje y Comunicación en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso y Magíster en Arte, Pensamiento y Cultura Latinoamericana en la Universidad de Santiago de Chile. Publicó los volúmenes de cuentos Heroína el año 2010 y La Extravía el año 2015.


En revista Contra el BIEN, número 1. Santiago de Chile: Traza Editora, abril de 2020


[Mariela Malhue – Lago Esquirla]


En revista Contra el BIEN, número 1. Santiago de Chile: Traza Editora, abril de 2020


Así, ver es ir rellenando el espacio ciego, blanco activo donde
completamos el vacío que se forma en ese desajuste entre el
campo visual de cada ojo
Marie Bardet

En cualquier sitio
puedo sentarme y guardar silencio
ordenarle a mi cuerpo
permanecer quieto
hasta que las palabras
dejen de ser palabras
o una imagen pase a ser parte
de ese conjunto de cosas
que nadie ha pensado
ni va a pensar

Un anhelo permanece aun cuando el cuerpo se detiene
El enjambre radica en el sentido que buscamos para darle movimiento a la espera
Sitúa el temor
su copiosidad

Coordinar las marcas del origen
es algo que sabemos, el tiempo como una línea
por eso nos miramos en espacios públicos
buscamos otros ojos y a la vez los rehuimos
encontramos en la correspondencia de la mirada
un pequeño hueco para abastecernos

Al cuerpo se anuda una pequeña tragedia
Si algo desaparece de la escena
no por ello deja de existir
Dos personas se encuentran en el espanto
Un conjunto de hormigas se traslada por dentro de mi
frente
El capricho de la piel por errar su forma
es el lugar para construir una letra
Sentí el almíbar pero no comí de él

El estado de la materia no especifica una certeza
La música me deja por un momento ver tu nombre
Máquinas emiten un sonido coherente con la atmósfera
Muéstrame la utilidad de las cosas
Tu rostro cerca un lago de otro tiempo

Mariela Malhue (Santiago, 1984)
Licenciada en Pedagogía con mención en Castellano por la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación y egresada de Psicología por la Universidad de Buenos Aires. En el 2010 publicó su primer libro, Estancia y doméstica; en 2015 la plaquette Facciones de un trayecto y en 2016 la plaquette online Diagramar una ruta para huir del invierno.


En revista Contra el BIEN, número 1. Santiago de Chile: Traza Editora, abril de 2020


[Carolina Pezoa – NAZCA]


En revista Contra el BIEN, número 1. Santiago de Chile: Traza Editora, abril de 2020


En la i de los sueños
habrá que dar un giro de aliento
otro. Parece no basta oponer un no:
estamos en guerra – no estamos
otra vez oscuridad. Noche
tocalumbrar – palabra

Soy gesto, soy violencia, soy
mundo – concita
Pablo de Rocka, ¿a ciegas?
habla el poema, la piedra – consciente arborecer

OTRA VEZ encuentro
con palabras mudas
zonagris, estrechadura
hundidos, tal vez, salvados
desgaste, mucho, y
sin embargo
no entramos en guerra
no entramos
en paz

Borrarán las huellas, mas no la data

camino
tras la protesta ella recoge latas – pura
lucha, pura lucha dice ella – ¿yo? a veces,
solamente, camino
mientras tanto, ellxs firman y afirman
paz en hoja blanca

Vivimos un ahora irremediable
que hace del hogar – de los cuerpos
una zona de sacrificio
terminantemente
doble noche,
muda la imagen – excede mudez

DÍA 26 – en el oasis de los ojos
perdidos, en la rompiente de los muros
abre el fuego
en medio de la calle – noche
de latas – ¿promesas?
muchas cosas dejan de importar

de tocarte, aún
si nos quedara tiempo si no fuera ya
demasiado tarde y la noche
prolongara el desvelo
. Nada deshace la bruma – hoy
no va a poder ser

piedra – correría
fuera tiempo
ahí – era nosotros

QUIÉN MÁS, ¿quién menos? Sin cuenta
aún – meridiano sueño acaso
en esta vuelta – sin más,
perder no sea contrario a ganancia
n o n a d a , r e –
vuelta: golpe de dados

LICHTZWANG en la calle
en esa calle
la palabra venidera
en el corazón de ese estar
casi pedregoso
cuánto cuesta
oír – la primera línea

Carolina Pezoa (Santiago, 1973)
Ha publicado tres poemarios: Nacencia (2007), Gusana (2010) y Hubo mar una vez aquí (2013). Participó en los proyectos del colectivo feminista de creación literaria “Ergo Sum”: ¡Basta! + de 100 mujeres contra la violencia de género, y ¡Basta! + de 100 cuentos contra el abuso infantil. En ensayo, publicó Celan y Freud. Hacia lo estrecho (Ichpa ediciones, 2018). Actualmente, directora de la Revista de Psicoanálisis Gradiva (Ichpa).


En revista Contra el BIEN, número 1. Santiago de Chile: Traza Editora, abril de 2020